Vidas de cartón

Cada día salía del trabajo y ahí estaba él, bajo los soportales del edificio de enfrente, con un carrito de la compra lleno de lo que parecían cachivaches, su perro y unos cartones en el suelo. Siempre estaba ahí, desde mi primer flamante día en la empresa. Apurada, estresada, a las prisas siempre, pero lo miraba, e invariablemente él me estaba mirando con una mueca subjetiva, una semi sonrisa casi de Mona Lisa que en mis días buenos me contagiaba y en los malos me enervaba.

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Parecía saber algo que yo desconocía. Algo sobre mí misma. Sus ojos eran un misterio que cada día trataba de desentrañar, sin éxito. Esta era la dinámica hasta que un día cuando salí de la oficina, ya entrada la noche, él no estaba. Ni él ni su perro. El carrito estaba tirado y los cartones revueltos. Los vecinos me contaron que esa misma tarde habían agredido a un indigente. Le habían dado una paliza y se había quedado tendido hasta que alguien llamó a una ambulancia.

No lo volví a ver. En los hospitales nadie quiso darme su nombre. Nunca regresó a por sus  cosas. Cuando la policía iba a llevarse el carrito me acerqué a ellos, entonces vi en el suelo, entre los cartones, un trozo de papel escrito.

«Hoy es el día. Me he atrevido a darte esta carta. Sólo quiero decirte algo en lo que creo que no reparas. Yo era como tú. Trabajaba más de doce horas al día, iba siempre corriendo sin pararme a pensar. Solo actuaba, actuaba, actuaba, para avanzar, avanzar,  ¿avanzar? Entonces, ¿por qué me sentía vacío? Podía tener una casa, siempre pagaba la cuenta, vestía con las mejores telas y nadie me ganaba a caballero. Pero me sentía vacío. No había dejado hueco para lo que realmente colma la vida. Tenía sed y, en lugar de agua, llenaba mi cuerpo de piedras que me daban sensación de estar lleno, pero que a la larga generaban dolores profundos e inexplicables.

Eres muy joven. Tienes tiempo. Para cuando me percaté de todo esto yo ya no tenía nada, solo un trabajo y, cuando lo perdí, ya había arruinado todo lo demás. Puede que esto no te sirva de mucho, pero te observo cada día, veo tu cara apresurada, tus ojos nerviosos, y no podía dejar pasar la oportunidad de decirte que, aunque los cartones sobre los que vivo se pueden tocar, los tuyos no son menos duros, ni menos fríos. No te separan menos del vacío.»

 

 

 

 

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